20/Julio/2004
Marco Lara Klahr

La seguridad pública es lo más apremiante. Forman las fuerzas policiacas de Villa Ávila Camacho-La Ceiba un comandante, un cabo y cinco agentes. Todos trabajan ocho días a cambio de uno de descanso. El comandante gana alrededor de 3 mil pesos mensuales, que nunca recibe completos. No disponen de radios. De las escopetas que fueron donadas hace más de una década por el gobierno salinista, sólo sirven seis; se trata de viejos armatostes calibre .12 con los que los agentes deben salir a las mismas calles donde los asaltantes lo hacen equipados de AK-47.

 Internarse por las peligrosas colonias es para estos agentes de uniformes raídos una proeza, pues además deben hacerlo a pie, porque de una patrulla sólo recibieron el cascarón y otra, que yace frente al palacio con plantas sobre los neumáticos, funcionó poco tiempo, pues sufrió severos daños cuando el comandante de la administración anterior fue asesinado a tiros al mediodía, en la céntrica calle Francisco Villa.

Los sábados y a los últimos días de cada mes, los policías y el resto del personal van a cobrar impuestos a los vendedores ambulantes de molotes (antojitos de harina de maíz fritos servidos en caldillo de jitomate, que son una de las atracciones del pueblo), a las personas que sacrifican pollos, puercos, borregos y reses (por "derecho de degüello"), y a 20 prostitutas registradas en un padrón (de las decenas que hay); las tarifas más altas son las que pagan éstas cada semana: 30 pesos. Es todo.

Entre las certezas que le ha dado su oficio actual, Roberto García, comandante de la Policía Auxiliar municipal, tiene ésta: "Entre la una y las tres de la mañana, los grupos de asaltantes operan aquí en la carretera, atacando a quienes van de paso. Comienzan por la tarde en las colonias más alejadas y van acercándose al centro del pueblo conforme avanza la noche. Pasan por aquí con sus bicicletas y mandan niños a ficharnos, para después asaltar".

Los parajes en las riberas de los ríos atraen turistas, la clientela favorita de las bandas, que "violan, asaltan y matan a los visitantes", según la presidenta auxiliar. En estas bandas, dice, hay "los que comienzan a los 12 a consumir droga y a las 14 ya están bien metidos", tanto en el consumo como en la distribución. Fernando del Castillo, responsable del DIF, explica que hay niños que se inician a los ocho años; calcula que existen por lo menos 10 bandas peligrosas, que mueven armas, mariguana y cocaína, y que entre las 12 y las cuatro de la mañana roban a traileros.

Sólo un mes atrás, de acuerdo con Vanesa Díaz, subdirectora de Prensa de la Procuraduría General de Justicia del estado de Puebla, fueron detenidos aquí y deportados cuatro pandilleros centroamericanos, "al parecer dos hondureños y dos salvadoreños". Roberto García, el comandante de la Policía Auxiliar, informa que unos días atrás recibieron una petición de apoyo de la Policía Federal de Caminos para custodiar un autobús lleno de centroamericanos ilegales. Fernando del Castillo está convencido de que una de las fuentes de entrada de drogas al pueblo son los pandilleros centroamericanos que encuentran aquí un oasis de ilegalidad en su tránsito hacia Estados Unidos.

 

Las cifras más actualizadas del INEGI (Censo General de Población y Vivienda 2004) documentan que alrededor de la cuarta parte de la población del municipio de Xicotepec de Juárez tiene menos de 19 años. En Villa Ávila Camacho-La Ceiba esto es evidente y Aurora Castro (presidenta auxiliar) y Fernando del Castillo (del DIF) atribuyen el asunto de la inseguridad a la falta de expectativas. Ella explica que el año escolar recién concluido, de 165 egresados de las dos escuelas de nivel bachillerato no más de 20 tienen posibilidades de salir del pueblo para seguir una carrera; "los demás se quedan, pero no pueden conseguir siquiera un empleo". Él afirma que un síntoma de este callejón sin salida es "el que más de 50 por ciento de los internos del penal regional de Xicotepec son de nuestra comunidad".

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Efraín Vázquez Ramírez., un hombre de 62 años originario de Tlacuilotepec, se estableció aquí hace tres décadas: "Llegué con 40 centavos y renegando hasta de Dios. Pero luego supe que estaba equivocado, que aquí tendría la respuesta y la recompensa que buscaba". Es experto en plantas. Decoran las paredes pardas de su pequeño estudio máscaras y figurillas africanas. Algo insólito en este pueblo: sobre su escritorio y en el librero hay ejemplares de National Geographic . Aunque niega con vehemencia serlo, no parece incomodarle que le apoden El Brujo y asume que la gente viene de todo el mundo en busca de remedios para males físicos, pero también por consejos espirituales. Cobra 500 pesos por "leer los caracoles" y muestra las rayas en la palma de su mano izquierda que lo marcan como practicante de vudú.

Desde que llegó dispuso de tiempo para atraer a los jóvenes y enseñarles herbolaria y artesanías: "El mercado estaba lleno de cantinas y nosotros llenamos los puestos de flores de papel". Después, "por incumplir una promesa, perdí a toda mi familia", y desde entonces adopta, mantiene y educa a niños huérfanos, transmitiéndoles las especialidades "que me han dado fama mundial": la elaboración de crucifijos de raíz y tallo de cafeto, y de imágenes (iconos religiosos, aves) a base de alas de mariposa.

Otro personaje, Marco Antonio Garduño, quien ha invertido 600 mil pesos en un sueño que deja perplejo al visitante. Al fondo del pueblo, entre las calles mal trazadas e inconclusas, emergiendo del lodazal y la miseria, se levanta el Centro Cultural GA-RO, con su edificación verde y amarilla de tres pisos.

Como su esposa (nacida aquí), trabajaba para el Instituto Nacional de Antropología e Historia en la ciudad de México, y hasta 2003 fue subdirector de Museografía del Museo del Templo Mayor. La pareja se retiró y, con su hijo de 18 años vino a edificar este centro, que incluye una escuela de computación y una café internet; una escuela de iniciación artística y un cineclub con 120 butacas (que pertenecieron a un cine) y una pantalla profesional; fuente de sodas, auditorio y salón de fiestas. Abrió hace dos semanas y ya se han inscrito 30 personas (de ocho a 39 años) a su curso de verano.

Su proyecto es, como él dice, "una luz en medio de tinieblas. Los niños pasan el tiempo en las maquinitas; los jóvenes, después de jugar basquetbol se van a las cantinas y se drogan. Eso fue lo que me hizo venir aquí, sentir que podía hacerse algo por ellos. Vea: tengo rejas y malla de protección, y es que el problema de la inseguridad es pesado. Yo lo atribuyo a la ignorancia; no es propiamente vandalismo, sino desocupación; no hay aquí una cultura ocupacional".

No han dejado de entrar y salir niños, parece que a la gente le gusta: "La gente dice que está bien, creo que le gusta, aunque también está desconfiada todavía, piensa `están lavando dinero o qué se traen`, porque nadie ha hecho nada por ella".

Villa Ávila Camacho-La Ceiba aparece como cualquier poblado al borde de la carretera, con sus negocios de comida. Pero tiene peculiaridades, como la enorme pantalla de una terminal de autobuses, que atrae día y noche a un público que rebasa con mucho a la clientela. Un cine a la intemperie, a cuyo auditorio depauperado no ahuyentan ni los aguaceros. Decenas de niños y adultos seducidos frente a aquella violencia virtual de los filmes doblados de la cadena TNT, evadidos un par de horas de la realidad cruda, atropellada de su pueblo.